Mi infancia en bolsas

Hoy he guardado parte de mi infancia en bolsas. Parte de mi infancia mayormente, también algún momento de mi adolescencia, aunque esos han sido los menos y también han significado los menos. En bolsas, bolsas que mañana debería, debo, tirar a la basura.

Ahora, mientras escribo, pienso que quizás debía haberle sacado una foto al cuarto antes de empezar el saqueo, pero estoy sin cámara de fotos. En realidad lo he pensado también mientras rascaba algunos de los dibujos que había hecho en el cristal con algún producto especial para eso, pero he pensado que no hacía falta, que así estaba bien y supongo que así es.

Lloro. Lloro ahora por primera vez. En realidad, saquear el cuarto ha sido fácil. Era una idea a la que llevaba tiempo dándole vueltas. Ese cuarto que hace años no uso, donde ni siquiera duermo cuando vengo aquí. Era como un museo, un museo de una infancia que ya no habito. Sacar esas cosas de ahí, tirarlas a la basura (no todas, hay cosas que siempre debemos guardar), era, al final, algo necesario.

Por eso me he puesto Chicha Libre de fondo y al ritmo de la música he empezado a abrir y revisar cajones pasando a cada objeto por un filtro muy sencillo: «es algo que voy a volver a utilizar en un futuro o no». Y cuando pensaba en futuro, pensaba en un futuro próximo. Al fin y al cabo no voy a guardar objetos de mi infancia para un supuesto futuro que no se si existe, en el que yo tuviera unos hijos a los que algo de eso les pueda servir o quizás significar como parte de su propia infancia. Así que excluyendo ese caso he pasado la mayoría de objetos por ese filtro, para ver si debían irse a la basura o no.

De esta forma se han ido a las bolsas pulseras, collares, pendientes y aretes que hasta corazones tenían. También un par de osos de peluche, un reposapapeles con forma de trenecito, rotuladores secos, un guardalápices echo por mí con papel maché (ese creo que lo voy a rescatar), aparatos de esos que te llevabas para escuchar tus CDs de manera portátil (ni siquiera recuerdo cómo se llamaban ya), un par de mp3, algunos cinturones y hasta un vestido de pana que quedaba por ahí perdido.

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Este pobre al final lo rescaté y me lo traje a Bilbao. Ahora me mira desde la mesa.

También he tirado algunas de las bragas que usaba de adolescente, algunos de los primeros sujetadores que usé en mi vida, corbatas de calaveras y guantes de mendigo. He quitado todas las fotos en las que salía de niña y adolescente del corcho. Ese que descansa aún sobre la mesa, en la pared. Lo he dejado vacío y he metido las fotos en una de las carpetas que aún conservo. He guardado el oso de peluche que me gané en un concurso de poesía en el instituto con un poema que se llamaba «te quiero». También tres tetas-magdalenas despistadas, las que hice el segundo año de mi carrera de artes en escultura y que, supongo, mi madre había colocado por ahí en estos últimos años atrás.

He quitado el marco plateado donde aparecía yo el día de mi comunión con Gloria. Ese en el que algún día coloqué una foto de mi madre quizás a la edad que tengo ahora. Se parece bastante a mí, o yo bastante a ella. Lo he guardado en un cajón con esas agendas, libretas y algunas cosas más de las que no me quiero deshacer.

También he quitado una foto que había pegado a la pared con una pegatina de ositos en la que salía montando esa bici pequeña y morada que aún hace una semana encontré en Pancar, la casa donde veranean mis abuelos y primos. Esa, junto con las demás fotos, la he guardado en esa carpeta rosa que tiene la imagen de un gatito blanco con fondo rosa en la portada. Esa que tan poco me gustaba cuando me la regalaron pero a la que acabé agarrándole cariño porque, en el sentido práctico, como carpeta no estaba mal y yo apreciaba mucho ese tipo de cosas en aquella época, pues me gustaba ser una alumna aplicada y ordenada.

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He rascado esos dibujos y mensajes de ese extraño material que pegué en el espejo y en el cristal de la ventana en algún momento de mi infancia. Los he rascado con un compás y a pesar de todos los años que llevaban ahí se han despegado fácilmente. Uno de ellos era un paraguas con gotas de lluvia, en otro decía «I love you», también había una A gigante con pies en llamas y una luna en su esquina izquierda superior. En otro de ellos decía «Pop-Rock».

Por un rato he estado observando un par de fotos que años atrás rescaté de los álbumes familiares o más bien, de los más de cuatro álbumes que hizo para mí mi madre. Desde mi nacimiento hasta quizás, no se, 6-9 años. En una de ellas salgo siendo solo un bebé en los brazos de mi madre. Estamos en alguna playa y ella sonríe a cámara. Supongo que la foto la sacó mi padre. Los colores son pálidos y la foto tiene una luz blanquecina que inunda todo.

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En la otra foto, estamos los tres, pues aún no había nacido mi hermano. Salgo en el medio de la foto, en una batea. Mis padres me están bañando o me estoy dando un remojón. A la izquierda mi padre, de espaldas. A la derecha, mi madre con una expresión con la que raramente suele salir en las fotos. Se ve que la foto les ha tomado por sorpresa y ninguno de los dos son conscientes de la cámara que los fotografía mientras juego. Mi madre mira la nada, no se dónde mira. Algún punto fuera de la fotografía. Y aparece joven, muy joven. Un joven sobre el que nunca había reflexionado. Sus brazos, la tersura de su piel, su cuerpo delgado y su rostro, ese rostro joven, rebosante de juventud. Y esa mirada, esa mirada que mira la nada en ese rostro joven que yo ya no puedo recordar.

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Mi madre era joven, era joven cuando me tuvo a mí. Y de pronto esta idea me pega y aunque mientras escribo no tengo la foto conmigo, la puedo ver. Y pienso entonces que mi madre tenía solo seis años más de los que tengo yo ahora cuando me trajo al mundo. Una mujer como cualquiera llena de inseguridades, de miedos, de dudas y de amor, de amor por la vida, por el hombre del que estaba enamorada, por las promesas y planes. Por esa nueva niña que venía al mundo y que ha generado la historia que ahora soy.

Y pienso entonces en eso y pienso que sí, que quizás he sido a veces injusta, que nadie viene preparado para nada y que todos vamos aprendiendo a prueba de error por el camino. Y eso me devuelve un poco, me acerca. Me ayuda a perdonar, a dejar atrás los reproches que hoy me alejan de ella a pesar del enorme amor que nos tenemos. Reproches por ambas partes que nos hacen daño. Ella era solo una joven cuando me trajo y aprendió conmigo a base de prueba y error. Lo hizo siempre lo mejor que pudo con gran dedicación. Y yo he sido siempre una niña, como mucho una joven, que 24 años más tarde, sigue aprendiendo a base de prueba y error.

Puede que ella no fuera perfecta, yo tampoco lo soy. Uno no debe pedir a los demás más de lo que estos te pueden dar. De la misma forma cada uno debe aprender a disfrutar lo que el otro le da y no tratar de pedir más. Dar sin pedir nada a cambio. Y aprender a perdonar. A perdonarnos.

Supongo que por eso debía meter mi infancia en esas bolsas, rescatando solo dos o tres cosas. Supongo que por eso uno ha de hacer este tipo de cosas en esta vida. Creo que nunca te he contado algo y es que a veces, pienso que tengo miedo a olvidar, que por eso quizás llevo un diario, por eso quizás muchas veces he tendido a acumular.

Las cosas, los objetos, aunque inertes, representan siempre recuerdos. Hoy, cuando cogía algunas de esas cosas de mi infancia que he metido en bolsas, el recuerdo venía a mí. Cada collar era una historia: el que me ponía en verano, el que me regaló la tía, el que también tenía una amiga, el que vino en esa revista adolescente que leía, el que alguien me enseñó a hacer… Cada pendiente, cada arete. Imágenes, imágenes borrosas y difuminadas, de yo frente al espejo, yo con esas plumas rosas o ese segundo agujero que me hice a escondidas.

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Mis punteras. Las punteras con las que hacía gimnasia rítmica y a veces, también, obligadas clases de ballet. Esas punteras que he colgado aquí, en la pared y que, de alguna forma, me recuerdan ese amor por la disciplina, por el esfuerzo y las cosas bien hechas.

Cuando he encontrado, rota, la disquera que me regalaron mis padres y en la que guardaba mis discos, me he puesto a ver cuáles quedaban, recordando que una vez perdí la disquera de bolso en la que llevaba mis originales. El único original que quedaba, además de recopilaciones que yo había grabado y villancicos de Navidad, era uno de Britney Spears. Entonces me he recordado poniendo el disco en la radio azul que me regaló mi madrina por la comunión, bailando las canciones de Britney frente al espejo, leyendo las letras en el libreto y repitiendo whachigua mientras trataba de mover mis caderas, según, sensualmente frente al espejo.

Mi espejo azul, que estaba aún con los clavos en los que colgaba todos los collares y mi cinta de pendientes repleta. Un corazón de alambre de colores incluido pegado en el centro. Y he tirado todo, he quitado todo y ha quedado solo un espejo azul con la marca del corazón despegado y los agujeros de chinchetas. Y entonces he tenido ganas de darle una capa blanca de pintura que no tenía, como al resto de habitación, incluso al corcho, para tapar la marca de distinto azul que ha quedado al despegar la foto, mis firmas gigantes en el corcho y el resto de marcas y suciedad de la pared.

Supongo que a veces no es fácil despedirse de la infancia, pero quizás sea la única manera de afrontar que ésta ha quedado atrás y que es hora ya de hacernos cargo. Hacernos cargo de nuestras vidas, dejando de echar la culpa a los demás de los caminos por los que ésta deriva. Es la única manera de comprender que todos somos humanos, que todos tenemos miedo, que todos tenemos una infancia que nos da miedo dejar atrás o la cual aún no hemos sido capaces de superar. Que hay vínculos que duran y durarán siempre, pero que a veces hay que poner de nuestra parte o tomar las riendas de los mismos para conseguir sanarlos. Que a veces hay que dejar ir, para poder seguir avanzando. Y que no es un decir adiós, pues siempre llevaremos esa niña que tenemos dentro, pero no tiene sentido seguir conservando objetos inútiles que nos hacen volver a algo que ya no está.

No es fácil tirar todos esos objetos a la basura, saber que ya nunca más estarán. No es fácil despedirse. Pero se que todo eso lo llevo conmigo, que mi infancia siempre será y siempre estará, que siempre seré esa niña y que quizás la única forma de dejarle espacio, es deshacerme de todas esas cosas que están ocupando un lugar que tengo la oportunidad de reinventar.

No somos perfectas, tenemos miedo, pero seguimos intentándolo. 

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