No podría no escribir
Escribir, dejar que las letras fluyan rápido desde tus dedos, ver como la tinta se impregna en el papel. Como la página en blanco se va llenando poco a poco de palabras, de ti. En medio del silencio salen, vienen presurosas al encuentro de las otras. Salen de mi cabeza, a veces de mi corazón, otras parece que se desgarran de la piel misma, o que, simplemente, se despliegan perezosas de la nada.
Escribir, escribir para mí es construir, es construirme. Cuando escribo para mí, vivo en mí, construyo mi historia desde el momento presente. Vivo en las palabras con las que me defino. Son ellas las que me dan vida y la vara desde las que me mido, con las que me expreso. Los sustantivos me ayudan a definir aquello que conozco y lo que no, son capaces de nombrar los parámetros bajo los que se rige mi existencia. Los adjetivos me ayudan a concretarlo, a darle forma. A describir cómo suenan esos sustantivos, cómo saben, cómo los siento en eso que defino con la palabra “yo”. La narratividad que une unos con otros y que me ayuda a definir el tiempo, mi tiempo propio. El tiempo en el que escribo, el tiempo que pasa de una palabra a otra. Si me preguntas sobre mí, o sobre mi vida, es probable que lo más que pueda ofrecerte como respuesta sea un pequeño puñado de palabras que intenten expresar el sentido que yace ahí, bajo todas ellas.
Podría decir que desde siempre escribo, pero lo más probable sería que estuviera mintiendo, pero sin duda escribir ha sido siempre junto con la capacidad de dibujar, una de las herramientas que me ha permitido expresarme y, sobre todo, tener un contacto profundo e íntimo con lo que verdaderamente soy en mi soledad y dentro del mundo en el que me muevo.
Guardo diarios desde que tengo 12 años. Ya no recuerdo por qué empecé a escribirlos, de dónde nació esa costumbre o necesidad. Ya no sé si fue en la escuela o se ideó a partir de algún libro que leí o algo que vi, pero han pasado ya más de diez años desde entonces. Puede que haya pasado meses sin escribir en ellos, pero no hay un solo año en el que no haya llevado un diario. Algunos más elegantes, con tapa dura y papel del bueno. Otros, libretas baratas compradas en cualquier lado, con esas cuadrículas que me recuerdan tanto a mi infancia.
Hace años que no leo muchos de esos diarios. No se si lo haya hecho alguna vez desde que los escribí, pero guardan una gran parte de mí. Las palabras ahí escritas guardan momentos que han desaparecido ya de mi memoria, pero que, cuando los leo de nuevo, después de tanto tiempo, descubro que aún están ahí. En estos diarios, yo puedo reconocerme en las diferentes etapas que han marcado mi vida. Puedo ver como ha evolucionado mi expresión y con ella, mi pensamiento. Cómo se ha ido abriendo mi manera particular de ver las cosas. Son una forma de introspección en este mundo donde nos creemos muy libres, pero donde al final tenemos miedo a decir las cosas, o peor aún, a sentir las cosas, a ser como no deberíamos ser, o a ser como deberíamos, a los sentimientos que guardamos enlatados en un cajón, a la verdad del otro, a la nuestra propia. Estos diarios son para mí una herramienta de sinceridad que me sirve para ver mi evolución, para reconocerme, para ver como los ámbitos y las personas se han ido expandiendo en mi vida, especialmente desde que por primera vez agarré ese avión que me llevó rumbo a México, alejándome de todo lo que yo consideraba mi vida aquí, mis puntos de referencia, mi zona de confort, mi seguridad; la Andrea que había sido hasta entonces. Ese vuelo que me llevaba hacia lo desconocido, hacia un país y una gente que me era nueva, ajena a todo aquello a lo que en lo que yo me había construido. De pronto me encontré a miles de kilómetros de lo que hasta entonces había sido mi casa, mis amigos, mi familia. Ese mar y esos bosques donde yo construía mi intimidad desde una soledad que no siempre era elegida, (no hay mucha gente a tu alrededor cuando vives en un pueblo de sesenta personas), y en los que el tiempo pasaba bajo una suave rutina que casi no te permitía ni notarlo, en la que había mucho espacio para pensar sin grandes distracciones, para autoexplorarse.
De pronto me encontré en México, en una gigantesca ciudad como es DF, que sentí al principio tremendamente grande, de una forma inabarcable que, acostumbrada a las dimensiones de los lugares en los que me movía, mi cabeza no podía siquiera abarcar. Un ritmo de vida distinto, un tiempo distinto, un clima diferente. Palabras que de pronto adquieren significados nuevos, otras connotaciones que antes jamás hubiese sido capaz de imaginar. Desde Europa parece que todo lo demás es lejano, y Europa, la única realidad, el único pensamiento frío bajo el que ver las cosas. Ahora las palabras adquirían connotaciones nuevas, nuevos colores, nuevos sabores, nuevas texturas, nuevos tejidos, nuevos textos con los que llenar los nuevos diarios. Un nuevo territorio, un nuevo pensamiento bajo el que calibrar las cosas. En México he sido una Andrea distinta, una Andrea nueva. Una Andrea que se ha tejido desde otros textos, con otras palabras.
Es por eso que quiero seguir escribiendo y poder seguir siendo con otras palabras, otros acentos y otros paisajes a mi espalda. Para eso estoy decidida a seguir viajando, a escribir mis viajes, para así, seguir creciendo. ¿Me acompañas?
Precioso. No dejes nunca de escribir. Son esos momentos, donde al menos para mi, somos totalmente nosotros. Llegamos a un límite de libertad, indescriptible.
Martin!
Muchas gracias! Son palabras escritas desde el alma, es un placer saber que no solo me sirven a mí, sino que llegan a algún sitio.
La verdad es que escribir, es una de las mejores formas de autoconocimiento que he encontrado donde como bien dices, puedo ser yo misma, con esa libertad que escribir te da.
Un abrazo Martin,
Andrea